El pueblo de las calles raras no ha perdido la solidaridad

RELATOS COSTUMBRISTAS

Foto: IG @turismoenvalledupar

Mucho se ha comentado sobre la ausencia de filantropía, imperante en medio de la contingencia que viven los países por causa del elemento distractor de la opinión pública, en boga por estos días, digo, del virus ese que está no solo en los cuerpos de miles de personas, según el sistema de estadísticas, deteriorando la salud física y en el peor de los casos, apurando el destino luctuoso de los mortales sino que, también, se hace presente en las conversaciones cotidianas desde que la gente se levanta hasta la hora de dormir. Hace algunos días, El Espectador publicó el Diccionario de la cuarentena, “parodiando al gran Ambrose Bierce y a su ya legendario Diccionario del diablo, en tiempos de aislamiento y desocupe”, otorgando cuatro significados particulares al coronavirus:

“Virus cocinado en China por cuenta de un murciélago mal hervido; pandemia de origen zoonótico que hizo detener el planeta; jaula del hombre moderno; respiro de la naturaleza”.

Mi madre acabó de estornudar sin escrúpulos. Acto seguido, se volteó a mirarme con cara de melodrama y asombro sin precedentes. Le digo: relájese que, mientras vivamos, seguiremos arrojando con estrépito por la nariz y la boca el aire inspirado, provocado por los estímulos en la mucosa nasal. Finalmente, repone: ¡ahora uno estornuda es con miedo! En días pasados, saludé a un señor de unos 45 años, cerca de la casa de mis padres. Tenía un mampano tapabocas que apenas le permitía ejercitar el sentido de la vista. Parecía estar hecho a su medida. Él estaba comprando fritos. En un momento, se retiró su monumental artículo protector y logré reconocerlo: era un amigo de mi papá, el que toca el bombo en la Banda de La Paz. No pude evitar soltar una breve carcajada. ¡Con que eres tú!, le dije. ¡Estabas irreconocible! A lo cual agregó: eso es porque estoy más gordo y ahora, con tapabocas, ¡imagínate!

Creo rotundamente que una de las características distintivas de los pueblos del caribe es que todo se vuelve folclor y La Paz, “pueblo de mis cuitas y realidades”, como diría el compositor del cantar herido, no es ajeno a esta descripción. A veces pienso que la gente, en la provincia, en estos tiempos de aislamiento, usa tapabocas y toma otras tantas medidas sensacionalistas, simplemente, por el efecto de las neuronas espejo, por colmar la ociosidad, por no tener otra cosa más qué hacer o, sencillamente para ahuyentar la angustia y al mismo tiempo, terminar de avivarla. No digo que las medidas de protección sean descabelladas, haciendo apología del desacato. Antes bien, hago énfasis en el rasgo, tal vez, más evidente de nuestra cultura: la superstición.

Bien, ahora sí, ¿por qué digo que este pueblo no ha perdido la solidaridad? Tengo razones suficientes para creer que este terruño es, para decirlo en palabras de William Ospina, ese mundo intermitente que se resiste a desaparecer, “el mundo de la arcadia campesina; de la aldea piadosa, hospitalaria y confiada; donde se puede pescar de noche; donde su puede saludar con alegría, aún en tiempos del covid, al que se encuentra por el camino; donde no se tiene miedo de los desconocidos”.

Aún más, este pueblo es el espacio de “la sensibilidad, la ternura, la sencillez de un mundo convertido en letras cordiales y delicadas melodías, la espontánea celebración de un mundo infinitamente querido, de climas propicios, de temperaturas, a veces insoportables pero nunca intolerables, ese mundo que tiene las condiciones para ser una morada como la que añora Aurelio Arturo en sus poemas”. Esto, sin olvidar que esta provincia amada y querida ha vivido épocas aciagas con el recrudecimiento de las guerras civiles y políticas desde hace más de medio siglo en Colombia.

La semana pasada estuve entregando un servicio a domicilio en el barrio Las Flores. Me ofrecí para este trabajo así como para elaborar utilidades publicitarias. Todo para no caer en la inacción. No nos echemos mentiras: la tendencia natural del hombre es querer trabajar, es la ley de la vida o sino, pregúntenle a mi tío Alonso Navarro, que no ve la hora de volver a transitar las carreteras de la Guajira, llevando pasajeros, para conseguir el sustento diario de su familia.

Me cancelaron con un billete para el cual no tenía vueltos, así que le dije a la clienta que me esperara, por lo menos, 10 minutos. No sabía dónde ir a cambiar. Iban a ser las 7 de la noche y las calles estaban abarrotadas de silencio y de ausencia. Sin embargo, acudí a un par de vecinos que se encontraban dialogando en la terraza de una casa contigua para preguntarles si sabían de alguna tienda que pudiera estar abierta a esa hora. Sin el mínimo ápice de paranoia o de histeria, me indicaron un establecimiento que estaba a menos de dos cuadras de allí.

Entregué los vueltos y, al pasar nuevamente por donde estos vecinos afables, como la mayoría de personas que conozco en la población, me preguntaron si había podido efectuar el cambio: Inquirieron acerca de lo que ofertaba y al despedirnos expresaron un efusivo ¡Dios te bendiga! -Por estas cosas-, es que afirmo que la solidaridad, contra todo pronóstico, no se ha extinguido en esta entrañable comarca. No sé cómo he llegado a asociar esto con el inicio del mes de abril y con él, un reconfortante aguacero de gotas prehistóricas, el primero del año. En La Paz, la gentileza tiene olor a tierra mojada. Todavía huele a lluvia. No hay mejor símbolo para esta tierra de ensueño. Tierra sobre la que descienden lluvias de gracia que imparten vigor al Río Mocho.

Por: Alex Gutiérrez Navarro.

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