El fanatismo es cosa jodida

Fuente: IG/saber_aristotelico


En días pasados recibí una invitación a participar de una cátedra abierta en línea, cuyo moderador fue el docente de derecho constitucional Carlos César Silva y tenía como invitado principal a Alonso Sánchez Baute, escritor valduparense, autor de la novela Líbranos del bien, en la que ofrece una narrativa magistral sobre dos arquetipos cesarences de la violencia y la barbarie generalizada del país, dos seres humanos pertenecientes al mismo contexto social que se fueron al monte y se alzaron en armas, propugnando por lo que ellos mismos consideraron una ‘causa justa’: Rodrigo Tovar Pupo, a favor de los hacendados del Cesar y Ricardo Palmera, un ingenuo idealista que llegó a contemplar el espejismo mesiánico de salvar a su país de las injusticias de la élite.

Tuve el privilegio de ser atendido en una de, por lo menos, cuatro preguntas que formulé de manera comedida en la bandeja de chat de la reunión virtual. Ante la cuestión de que si la sociedad estaba condenada a ciclos permanentes de guerra en el devenir de la historia, Sánchez Baute aseveró que no creía en este tipo de predestinación fatal pero que, para nuestra desdicha, el ser humano continúa siendo relapso en conductas que propician las atrocidades. Sin embargo, ante la pregunta ¿qué ganó o qué perdió Valledupar con Jorge Cuarenta y Simón Trinidad?, formulada por otro de los asistentes a la cátedra, fue enfático en afirmar que estas iniciativas belicosas no dejaron ningún dividendo y lo único que lograron fue convertir una comarca piadosa en el epicentro de los odios, las sospechas, las discordias y los crímenes.

El pueblo donde nací no fue ajeno al tenebroso accionar de los grupos guerrilleros y paramilitares. Aún conservo el recuerdo pavoroso de mi infancia, cuando un asesino de las Autodefensas cegó la vida de una mujer, a pocos pasos de la casa de mi abuela paterna, en el barrio Fray Joaquín. Posteriormente, corrió el comentario de que el asesinato había sido una equivocación y la mujer que en verdad iban a ejecutar, logró huir. Hasta allí tengo memoria de ese evento luctuoso. Nunca conocí a la víctima o a quien ese día huyó a la parca, ni muchos menos al victimario y móviles del crimen. Fue uno de esos tantos hechos que sembraron el pánico en la localidad y que se hacían bajo la consigna execrable de una ‘causa justa’.

Cuando se cita a un autor es porque, tal vez, no hay mejor forma de describir una realidad o ilustrar un tema en particular. Creo, a la par de William Ospina, que “en Colombia imperaron alternativamente el control militar, el fanatismo religioso y después la transformación de ese fanatismo en sectarismo partidista, la imposición de pactos antidemocráticos que dejaban por fuera a todo el que no estuviera afiliado, e incluso una estrategia del terror que no podemos decir que haya sido política del Estado pero que ha imperado a pesar suyo y a menudo con su complicidad” (Ospina, p. 82).

De igual modo, “como trágico final, esas costumbres de los solemnes partidos que se repartieron el poder y que fanatizaron y manipularon a la opinión pública durante mucho tiempo fueron heredadas y pervertidas todavía más con la llegada de las inmensas fortunas del narcotráfico, con la conformación de los ejércitos ilegales y con la descentralización de la corrupción, uno de los fenómenos más recientes de la vida institucional colombiana” (Ospina, p. 83).

La Paz, Cesar es, por tradición, un símbolo de la paradoja: coexisten, al tiempo, el fanatismo y el descontento hacia los políticos. Si algo quedó incrustado en el imaginario cultural de esta provincia fue esa insensata costumbre de sobre ponderar románticamente a los representantes del poder público (como si ellos tuvieran la panacea fiable a todos los males) y de rechazar todo lo que tenga un aire distinto. A diferencia del novelista Iván Gutiérrez Visbal que ha escrito que los hechos de fuerza a través de la historia han sido un recurso de la sociedad para buscar que se erradiquen las desigualdades, considero que esos hechos de fuerza evolucionan y dan lugar a paradigmas de violencia o exclusión, quizá, mucho más alegóricos y figurativos.

Las historias de Palmera y de Tovar nos enseñan lo peligrosos que pueden resultar los extremos y las dimensiones que adquieren en una sociedad como la nuestra. En estos tiempos de aparente libertad de expresión y de ideas, apelo  por una actitud que enarbole el valor cívico de construir comunidad, territorio, país y Estado, mediante una exégesis coherente y continua de las dinámicas de poder y contrapoder que se generan en nuestro entorno histórico-cultural. ¿Tiene sentido llevar a lo idílico la relación con un gobernante sin poner la lupa en su gestión? Cabe también preguntarse: ¿conviene la crítica incisiva sin proponer soluciones? Sin fanatismos y respetando las diferencias se puede vivir en armonía porque, todo lo que no es conforme a esto, diría Rodolfo Quintero, puede sonar más a tragedia que a epopeya.

 

Por: Alex Gutiérrez


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